viernes, 11 de julio de 2008

El Año Paulino y la catequesis

El año paulino, que se celebra desde el 28 de junio de este año hasta el 29 de junio del 2009, por el bimilenario del nacimiento de san Pablo (los estudiosos lo ubican entre los años 7 y 10 después de Cristo), tiene varios objetivos que pueden aprovecharse desde la catequesis.

Desde luego que habrá que adaptar el lenguaje y los contenidos a las características propias de la edad de los participantes de los encuentros y los destinatarios de los mensajes pero, en líneas generales, hacer presente la figura y la actividad de san Pablo y las enseñanzas que transmitió en sus cartas, es apropiado para cualquier etapa de la espiritualidad cristiana que se esté viviendo. Los jóvenes, los adultos y los adultos mayores, además, también tendrán que afrontar el desafío de renovar su compromiso apostólico y evangelizador y trabajar por la unidad de los cristianos, como el mismo san Pablo la predicó comparándola con un cuerpo cuya cabeza es Jesús.

La figura de san Pablo es modelo de ardor. Tanto el que manifestó para perseguir a los cristianos antes de su conversión, como el ardor evangelizador que mostró en sus viajes anunciando el mensaje de Jesús a los gentiles y fundando comunidades.

San Pablo descubrió el sentido de su vida en Jesús, y su amor por él es lo que movió su impulso evangelizador. Y la catequesis debe favorecer ese amor a Jesús; no buscar sólo la adhesión a una idea ni el acuerdo con los valores de su mensaje sino privilegiar el encuentro con él.

La catequesis no es una clase de religión para enseñar unos determinados contenidos sino que se trata de crear un espacio de encuentro. La adhesión a Jesús y a su evangelio se puede fundamentar en el saber de su vida, de su historia y de su palabra, pero lo central es el encuentro con una persona que está viva y en medio nuestro. Si bien el saber es algo importante, se puede saber mucho y no vivirlo. Siempre suelo comentar que algunos conocidos que son teólogos y saben de doctrina y de Biblia mucho más que yo pero han perdido la fe, sus conocimientos y saberes no le sirven para darle sentido a su vida. Cuando converso con ellos les digo que si no perdieron la memoria, los conocimientos que tienen no se los quita nadie, pero si perdieron la fe, lo aprendido no les sirve para nada.

Por eso, en la catequesis tratamos de suscitar la fe, de provocar la fe; de acompañar un proceso de crecimiento en la fe y en el amor. Un amor y una fe que se testimonian, se contagian, se muestran… pero que no se pueden ”enseñar”.

Para poder vivir según la libertad de los hijos de Dios (cfr. Gál 5,1) la catequesis debe ayudar a la reflexión para alcanzar las profundidades de la sabiduría. No es cuestión de adquirir una colección de verdades sino de llegar a adentrarse en el misterio, con amor y sencillez. Y, por supuesto, siempre teniendo en cuenta la realidad del grupo que está siguiendo su proceso catequístico.

Renovar el compromiso evangelizador no es sólo para los catequistas. Todos los cristianos tenemos un compromiso de llevar el mensaje de Jesús a nuestros hermanos. Más allá de las tareas que cada uno desarrolla en su actividad eclesial o parroquial o si está inserto en el trabajo cotidiano en el estudio, debería ser natural que surgiera la necesidad de contar a los demás lo que uno mismo a descubierto en la fe. Nótese que no estoy escribiendo acerca de un compromiso que nace de nuestra identidad como bautizados de sacerdote, profeta y rey. Tampoco hago un apelativo desde lo moral; simplemente digo que debería surgir la necesidad “natural” de contar a los demás lo que hemos descubierto en el mensaje cristiano. Así de sencillo: es de buen vecino compartir una alegría. Y, si verdaderamente, “ser de Jesús” es una alegría, es normal contarlo a los demás.

Yo no soy catequista por oficio o por profesión. Soy catequista para contarle a los demás que encontré el camino de mi felicidad en la construcción del Reino de Dios. Y más allá de las debilidades, de los errores y de las fallas que podamos tener, en eso está puesta nuestra fe y nuestra esperanza. Por eso tratamos de vivir un amor que busca la justicia y construir la paz. Un amor que se entrega para que en el reconocimiento de que todos somos hijos de Dios y hermanos, nadie deba vivir sin dignidad; para erradicar la pobreza, la corrupción y la opresión que ha hecho que el mundo, llamado a ser un paraíso se convirtiera en un infierno para muchos.

La búsqueda de la unidad de los cristianos también es un objetivo; las diferencias que nos separan son inconsistentes al lado de las fortalezas que nos unen. Claro que hay que dejar de lado intereses sectoriales, fanatismos, fundamentalismos y “ver” las cosas de la fe desde la óptica de la madurez que hemos podido alcanzar con los años (me refiero a la madurez de la humanidad y del pensamiento y no sólo a la madurez personal). Pero se puede. Buscar la unidad, aún en la diversidad, no es una utopía. Tampoco exige renuncias en el terreno de lo inclaudicable, pero es un llamado a la humildad y a la aceptación de los demás.

San Pablo no fue movido por el afán de conseguir adeptos para el cristianismo. Fue movido por el Espíritu para que nadie quedara marginado de la revelación. Son muchos los caminos para encontrarse con Dios pero el camino del encuentro y de la solidaridad es el privilegiado.

Por Juan Carlos Pisano

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