viernes, 31 de octubre de 2008

Orar por una evangelización eficaz

Con San Pablo a Cristo


Finalmente, hermanos, rueguen por nosotros, para que la Palabra del Señor se propague rápidamente y sea glorificada como lo es entre ustedes.
Rueguen también para que nos veamos libres de los hombres malvados y perversos, ya que no todos tienen fe. Pero el Señor es fiel: él los fortalecerá y los preservará del Maligno. Nosotros tenemos plena confianza en el Señor de que ustedes cumplen y seguirán cumpliendo nuestras disposiciones. Que el Señor los encamine hacia el amor de Dios y les dé la perseverancia de Cristo. (2Colosenses 3, 1-5)
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Con los saludos y las oraciones del P. Benito Spoletini, ssp

Consigna: Ha terminado el Sínodo sobre la Palabra. Se han abierto nuevas vías. Debemos transitarlas con la oración y las obras para que la Palabra llegue al mayor número de las personas, como pedía san Pablo, como nos pide hoy la Iglesia.

martes, 28 de octubre de 2008

Apóstol

Un rayo cegó tus ojos, pero curó tu ceguera, te abrió los ojos del alma para que en Jesús creyeras. Desde hoy te llamarás Pablo y apóstol tú serás.

- "Apóstol, ardua tarea, no van a creer en mí, yo perseguía a los tuyos ¿Cómo les hablaré de Ti?"
- "No temas Pablo, no temas, utiliza tu saber, pondré fuego en tus palabras, seguro vas a poder".
- "Envíame donde quieras y tu testigo seré".
Y va Pablo por el mundo anunciando la verdad de Cristo resucitado que a todos vino a salvar. En Antioquía cristianos los empiezan a llamar y Pablo sigue con los viajes, encendido el corazón: Listra, Derbe, Atenas, Roma y también Jerusalén, sufriendo persecuciones, cadenas, cárcel, dolor.
- "A mí me pondrán cadenas, no a la palabra de Dios".
Se comunica por cartas con los que ya visitó, los alienta en la esperanza firme en la fe y el amor.
- "Yo combatí el buen combate, mi carrera terminó. Pero la palabra vive, ahora anúnciala vos".
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Concepción y Constantino
Café del Abrazo Literario

viernes, 24 de octubre de 2008

El acontecimiento que cambió la vida de san Pablo

Catequesis del Papa sobre san Pablo del miércoles 3 de septiembre de 2008.

Queridos hermanos y hermanas:

La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco, y por tanto a su comúnmente llamada conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los primeros 30 años del siglo I, y tras un periodo en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de Pablo. Sobre él se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un giro, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, empezó a considerar "pérdida" y "basura" todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (Filipenses 3, 7-8) ¿Qué había sucedido?

Tenemos al respecto dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos debidos a la pluma de Lucas, que en tres ocasiones narra el acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (Cfr. 9,1-19; 22,3-21; 26,4-23). El lector medio tendrá quizás la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al corazón del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su misma vida. El esplendor del Resucitado le deja ciego: se presenta también exteriormente lo que era la realidad interior, su ceguera respecto a la verdad, a la luz, que es Cristo. Y después su definitivo "sí" a Cristo en el bautismo reabre de nuevo sus ojos, le hace ver realmente.

En la Iglesia antigua el bautismo era llamado también "iluminación", porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. Todo lo que se indica teológicamente, en Pablo se realizó también físicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, tan fuerte había sido la evidencia del evento, de este encuentro. Éste cambió fundamentalmente la vida de Pablo; en este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Este encuentro es el centro del relato de san Lucas, el cual es muy posible que utilizara un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres, tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (Cfr. Hechos 9,11).

El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Nunca habló con detalle de este acontecimiento, pienso que podía suponer que todos conocían lo esencial de esta historia suya, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Y esto no había sucedido al cabo de una reflexión propia, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Incluso sin hablar de los detalles, él señala en muchas ocasiones este hecho importantísimo, es decir, que él también es testigo de la resurrección de Jesús, de la que ha recibido la revelación directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol. El texto más claro sobre este aspecto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (Cfr. 1 Corintios 15). Con palabras de antiquísima tradición, que él también ha recibido de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado, y tras su resurrección se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, después a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte en aquel tiempo aún vivían, después a Santiago, y después a todos los Apóstoles. Y a este relato recibido de la tradición añade: "Y por último se me apareció también a mí" (1 Corintios 15,8). Así da a entender que éste es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida. Hay también otros textos en los que aparece lo mismo: "Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado" (Cfr. Romanos 1,5); y en otra parte: "¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?" (1 Corintios 9,1), palabras con las cuales alude a algo que todos saben. Y finalmente el texto más difundido se lee en Gálatas 1,15-17: "Mas, cuando aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco". En esta "autoapología" subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.

Podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado ha hablado con Pablo, lo ha llamado al apostolado, ha hecho de él un verdadero apóstol, testigo de la resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo greco-romano. Y al mismo tiempo Pablo ha aprendido que, a pesar de la inmediatez de su relación con el Resucitado, él debe entrar en la comunión de la Iglesia, debe hacerse bautizar, debe vivir en sintonía con los demás apóstoles. Sólo en esta comunión con todos él podrá ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera Carta a los Corintios: "Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído" (15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.

Como se ve en todos estos pasajes, Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero el motivo es muy evidente. Este giro de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que vino desde fuera: no fue el fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sencillamente una conversión, una maduración de su "yo", sino que fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo Resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de Pablo. Todos los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la llave para entender qué sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de aquél que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que ha cambiado todos sus parámetros. Ahora se puede decir que lo que para él era antes esencial y fundamental, se ha convertido para él en "basura"; no hay ya "ganancia" sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.

Sin embargo no debemos pensar que Pablo se haya cerrado ciegamente en un acontecimiento. En realidad sucede lo contrario, porque el Cristo resucitado es la luz de la verdad, de la luz de Dios mismo. Esto engrandeció su corazón, lo abrió a todos. En este momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su heredad, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos; habiéndose abierto a Cristo con todo su corazón, se convirtió en capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo con todos. Así realmente podía ser el apóstol de los paganos.

Pasemos ahora a nuestra situación, ¿qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que también para nosotros el cristianismo no es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si encontramos a Cristo. Ciertamente él no se muestra a nosotros de esa forma irresistible, luminosa, como lo hizo con Pablo para hacerle Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrar a Cristo, en la lectura de la Sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Y así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad. Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia: y así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad para todos, capaz de renovar al mundo.

[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

Nos detenemos hoy en un acontecimiento decisivo de la vida de san Pablo. Mientras se dirigía a Damasco, Pablo se encontró con Cristo y su vida cambió. De perseguidor de la Iglesia, pasó a ser Apóstol del Evangelio. ¿Qué le sucedió a Pablo camino de Damasco? En el libro de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos brinda tres relatos de lo acaecido. También el mismo Pablo nos informa de ello en sus cartas. Más que una conversión, Pablo entendió aquel suceso como el fundamento de su apostolado, como el encargo de la evangelización y la misión. No fue un evento que pueda interpretarse con categorías meramente psicológicas. El Apóstol fue conquistado por Cristo en ese momento, y esa convicción remodeló su entero patrimonio espiritual y orientó sus fuerzas hacia un nuevo propósito. Pablo no se encontró con un personaje histórico, sino con Jesús, Persona viva que se le presentó como único Salvador y Señor. Esto tiene validez igualmente para nosotros, que no seguimos un ideario filosófico o un código moral, sino a Jesucristo. A ejemplo de san Pablo, no nos reservemos a Cristo para nosotros solos. Sintamos, más bien, la exigencia de anunciarlo a los demás.

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular, a los fieles de la Parroquia de la Resurrección del Señor, de Madrid, y de San Pablo Apóstol, de Managua, así como a los profesores y alumnos del Colegio "The Mackay School", de Viña del Mar. Que Dios os bendiga.

[Traducción del original italiano por Inmaculada Álvarez]

lunes, 20 de octubre de 2008

Benedicto XVI traza una breve biografía de san Pablo

Catequesis del Papa del miércoles 27 de agosto durante la audiencia general concedida en al aula Pablo VI del Vaticano.

Queridos hermanos y hermanas:

En la última catequesis antes de las vacaciones, hace dos meses, a inicios de julio, había comenzado una nueva serie temática con motivo del año paulino, reflexionando sobre el mundo en el que vivió Pablo. Hoy quisiera retomar y continuar la reflexión sobre el apóstol de las gentes, proponiendo una breve biografía.

Dado que dedicaremos el próximo miércoles al acontecimiento extraordinario que se verificó en el camino de Damasco, la conversión de Pablo, vuelco fundamental en su existencia tras el encuentro con Cristo, hoy nos detenemos brevemente a analizar el conjunto de su vida. Las señas biográficas de Pablo las encontramos respectivamente en la carta a Filemón, en la que se declara "anciano" (versículo 9: presbýtes), y en los Hechos de los Apóstoles, pues en el momento de la lapidación de Esteban dice que era "joven" (7, 58: neanías).

Ambas designaciones son evidentemente genéricas, pero según los cálculos antiguos "joven" era el hombre que tenía unos treinta años, mientras que se le llamaba "anciano" cuando llegaba a los sesenta. En términos absolutos, la fecha de Pablo depende en gran parte de la fecha en que fue escrita la carta a Filemón. Tradicionalmente su redacción se enmarca en la prisión de Roma, a mediados de los años 60. Pablo habría nacido el año 8, por tanto, habría vivido más o menos sesenta años, mientras que en el momento de la lapidación de Estaban tenía treinta. Esta debería ser la cronología adecuada. Y el año paulino que estamos celebrando sigue precisamente esta cronología. Ha sido escogido el año 2008 pensando en que nació más o menos en el año 8.

En todo caso, nació en Tarso de Cilicia (Cfr. Hechos 22,3). La ciudad era capital administrativa de la región y en el año 51 a. C. había tenido como procónsul nada menos que a Marco Tulio Cicerón, mientras que diez años después, en el año 41, Tarso había sido el lugar del primer encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra. Judío de la diáspora, hablaba griego a pesar de que tenía un nombre de origen latino, derivado por asonancia del original hebreo Saúl/Saulos, y gozaba de la ciudadanía romana (Cfr. Hechos 22,25-28).

Pablo se presenta, de este modo, en la frontera de tres culturas diferentes -romana, griega, judía- y quizá también por este motivo estaba predispuesto a fecundas aperturas universales, a una mediación entre las culturas, a una verdadera universalidad.

También aprendió un trabajo manual, quizá heredado del padre, que consistía en el oficio de "fabricar tiendas" (Cfr. Hechos 18,3: skenopoiòs), lo que probablemente significa que trabajaba la lana ruda de cabra o la fibra de lino para hacer esteras o tiendas (Cfr. Hechos 20,33-35).

Hacia los doce o trece años, la edad en la que un muchacho judío se convierte en bar mitzvà ("hijo del precepto"), Pablo dejó Tarso y se mudó a Jerusalén para ser educado a los pies del rabí Gamaliel el Viejo, nieto del gran rabí Hilel, según las más rígidas normas del fariseísmo, adquiriendo un gran celo por la Torá mosaica (Cfr. Gálatas 1,14; Filipenses 3,5-6; Hechos 22,3; 23,6; 26,5).

En virtud de esta ortodoxia profunda, que había aprendido en la escuela de Hilel, en Jerusalén, vio en el nuevo movimiento que se inspiraba en Jesús de Nazaret un riesgo, una amenaza para la identidad judía, para la auténtica ortodoxia de los padres. Esto explica el hecho de que haya "perseguido a la Iglesia de Dios", como lo admitirá en tres ocasiones en sus cartas (1 Corintios 15,9; Gálatas 1,13; Filipenses 3,6). Si bien no es fácil imaginar concretamente en qué consistió esta persecución, su actitud fue de todos modos de intolerancia. Aquí se enmarca el acontecimiento de Damasco, sobre el que volveremos a hablar en la próxima catequesis. Lo cierto es que, a partir de entonces, su vida cambió y se convirtió en un apóstol incansable del Evangelio. De hecho, Pablo pasó a la historia por lo que hizo como cristiano, como apóstol, y no como fariseo. Tradicionalmente se divide su actividad apostólica en virtud de los tres viajes misioneros, a los que se añadió el cuarto a Roma como prisionero. Todos son narrados por Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Al hablar de los tres viajes misioneros, hay que distinguir el primero de los otros dos.

Por lo que se refiere al primero, de hecho (Cfr. Hechos 13-14), Pablo no tuvo responsabilidad directa, pues ésta fue encomendada al chipriota Bernabé. Juntos partieron de Antioquía del Orontes, enviados por esa Iglesia (Cfr. Hechos 13,1-3), y, después de zarpar del puerto de Seleucia, en la costa siria, atravesaron la isla de Chipre de Salamina a Pafos; de aquí llegaron a las costas del sur de Anatolia, hoy Turquía, pasando por Atalía, Perge de Panfilia, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe, desde donde regresaron al punto de partida. Había nacido así la Iglesia de los pueblos, la Iglesia de los paganos.

Mientras tanto, sobre todo en Jerusalén, había surgido una dura discusión sobre si estos cristianos procedentes del paganismo estaban obligados a entrar también en la vida y en la ley de Israel (varias prescripciones separaban a Israel del resto del mundo) para participar realmente de las promesas de los profetas y para entrar efectivamente en la herencia de Israel. Para resolver este problema fundamental para el nacimiento de la Iglesia futura se reunió en Jerusalén el así llamado Concilio de los Apóstoles para tomar una decisión sobre este problema del que dependía el nacimiento efectivo de una Iglesia universal. Se decidió que no había que imponer a los paganos convertidos las prescripciones de la ley mosaica (Cfr. Hechos 15,6-30): es decir, no estaban obligados a respetar las normas del judaísmo; la única necesidad era ser de Cristo, vivir con Cristo y según sus palabras. De este modo, siendo de Cristo, eran también de Abraham, de Dios, y participaban en todas las promesas.

Tras este acontecimiento decisivo, Pablo se separó de Bernabé, escogió a Silas, y comenzó el segundo viaje misionero (Cfr. Hechos 15,36-18,22). Tras recorrer Siria y Cilicia, volvió a ver la ciudad de Listra, donde tomó consigo a Timoteo (figura muy importante de la Iglesia naciente, hijo de una judía y de un pagano), e hizo que se circuncidara. Atravesó la Anatolia central y llegó a la ciudad de Tróade, en la costa norte del Mar Egeo.

Aquí tuvo lugar un nuevo acontecimiento importante: en sueños vio a un macedonio en la otra parte del mar, es decir en Europa, que le decía: "¡Ven a ayudarnos!". Era la Europa futura que le pedía ayuda y la luz del Evangelio. Movido por esta visión, entró en Europa. Zarpó hacia Macedonia, entrando así en Europa. Tras desembarcar en Neápolis, llegó a Filipos, donde fundó una hermosa comunidad, luego pasó a Tesalónica y, dejando esta ciudad a causa de dificultades que le provocaron los judíos, pasó por Berea hasta llegar a Atenas.

En esta capital de la antigua cultura griega predicó, primero en el Ágora y después en el Areópago, a los paganos y a los griegos. Y el discurso del Areópago, narrado en los Hechos de los Apóstoles, es un modelo sobre cómo traducir el Evangelio en cultura griega, cómo dar a entender a los griegos que este Dios de los cristianos, de los judíos, no era un Dios extranjero a su cultura sino el Dios desconocido que esperaban, la verdadera respuesta a las preguntas más profundas de su cultura.

Luego de Atenas llegó a Corinto, donde permaneció un año y medio. Y aquí tenemos un acontecimiento cronológicamente muy seguro, el más seguro de toda su biografía, pues durante esa primera estancia en Corinto tuvo que comparecer ante el gobernador de la provincia senatorial de Acacia, el procónsul Galión, acusado de un culto ilegítimo. Sobre este Galión y el tiempo que pasó en Corinto existe una antigua inscripción, encontrada en Delfos, donde se dice que era procónsul de Corinto entre los años 51 y 53. Por tanto, aquí tenemos una fecha totalmente segura. La estancia de Pablo en Corinto tuvo lugar en esos años. Por tanto, podemos suponer que llegó más o menos en el año 50 y que permaneció hasta el año 52. De Corintio después, pasando por Cencres, puerto oriental de la ciudad, se dirigió hacia Palestina, llegando a Cesaréa Marítima, desde donde subió a Jerusalén para regresar después a Antioquía del Orontes.

El tercer viaje misionero (Cfr. Hechos 18,23-21,16) comenzó como siempre en Antioquía, que se había convertido en el punto de origen de la Iglesia de los paganos, de la misión a los paganos, y era el lugar en el que nació el término "cristianos". Aquí, por primera vez, nos dice san Lucas, los seguidores de Jesús fueron llamados "cristianos". De allí Pablo se fue directamente a Éfeso, capital de la provincia de Asia, donde permaneció durante dos años, desempeñando un ministerio que tuvo fecundos resultados en la región. De Éfeso Pablo escribió las Cartas a los Tesalonicenses y a los Corintios. La población de la ciudad fue instigada contra él por los plateros locales, que experimentaron una disminución de sus ingresos a causa de la reducción del culto a Artemisia (el templo que se le había dedicado en Éfeso, el Artemision, era una de las siete maravillas del mundo antiguo); por este motivo tuvo que huir hacia el norte. Después de volver a atravesar Macedonia, descendió de nuevo a Grecia, probablemente a Corinto, permaneciendo allí tres meses y escribiendo la famosa Carta a los Romanos.

De allí volvió sobre sus pasos: volvió a pasar por Macedona, llegó en barco a Tróade y, después, pasando por las islas de Mitilene, Quíos, Samos, llegó a Mileto, donde pronunció un importante discurso a los ancianos de la Iglesia de Éfeso, ofreciendo un retrato del auténtico pastor de la Iglesia (Cfr. Hechos 20). De aquí volvió a zapar en vela hacia Tiro, y luego llegó a Cesarea Marítima para subir una vez más a Jerusalén. Allí fue arrestado a causa de un malentendido: algunos judíos habían confundido con paganos a otros judíos de origen griego, introducidos por Pablo en el área del templo reservada a los israelitas. La condena a muerte, prevista en estos casos, fue levantada gracias a la intervención del tribuno romano de guardia en el área del templo (Cfr. Hechos 21,27-36); esto tuvo lugar mientras en Judea era procurador imperial Antonio Félix. Tras un período en la cárcel (cuya duración es debatida), dado que Pablo, por ser ciudadano romano, había apelado al César (que entonces era Nerón), el procurador sucesivo, Porcio Festo, le envió a Roma custodiado militarmente.

El viaje a Roma pasó por las islas mediterráneas de Creta y de Malta, y después por las ciudades de Siracusa, Regio de Calabria, y Pozzuoli. Los cristianos de Roma salieron a recibirle en la Vía Apia hasta el Foro de Apio (a unos 70 kilómetros al sur de la capital) y otros hasta las Tres Tabernas (a unos 40 kilómetros). En Roma tuvo un encuentro con los delegados de la comunidad judía, a quienes les confío que llevaba sus cadenas por "la esperanza de Israel" (Cfr. Hechos 28,20). Pero la narración de Lucas concluye mencionando los dos años pasados en Roma bajo la blanda custodia militar, sin mencionar ni una sentencia de César (Nerón) ni siquiera la muerte del acusado.

Tradiciones sucesivas hablan de una liberación, de que habría emprendido un viaje misionero a España, así como un sucesivo periplo en particular por Creta, Éfeso, Nicópolis en Epiro. Entre las hipótesis, se conjetura un nuevo arresto y un segundo período de encarcelamiento en Roma (donde habría escrito las tres cartas llamadas pastorales, es decir las dos a Timoteo y la de Tito) con un segundo proceso desfavorable. Sin embargo, una serie de motivos lleva a muchos estudiosos de san Pablo a concluir la biografía del apóstol con la narración de Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

Sobre su martirio volveremos a hablar más adelante, en el ciclo de nuestras catequesis. Por ahora, en este breve elenco de los viajes de san Pablo, es suficiente tomar acto de cómo se dedicó al anuncio del Evangelio sin ahorrar energías, afrontando una serie de duras pruebas, de las que nos ha dejado la lista en la segunda carta a los Corintios (Cfr. 11, 21-28). Por lo demás, él mismo escribe: "Todo esto lo hago por el Evangelio" (1 Corintios 9,23), ejerciendo con total generosidad lo que él llama "la preocupación por todas las Iglesias" (2 Corintios 11,28). Vemos que su compromiso sólo se explica con un alma verdaderamente fascinada por la luz del Evangelio, enamorada de Cristo, un alma basada en una convicción profunda: es necesario llevar al mundo la luz de Cristo, anunciar el Evangelio a todos.

Me parece que esta es la conclusión de esta breve reseña de los viajes de san Pablo: ver su pasión por el Evangelio, intuir así la grandeza, la hermosura, es más la necesidad profunda del Evangelio para todos nosotros.

Recemos para que el Señor, que hizo ver su luz a Pablo, que le hizo escuchar su Palabra, que tocó su corazón íntimamente, nos haga ver también a nosotros su luz, para que también nuestro corazón quede tocado por su Palabra y también nosotros podamos dar al mundo de hoy, que tiene sed, la luz del Evangelio y la verdad de Cristo.

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

Retomando las catequesis paulinas, quisiera hoy detenerme en algunos puntos de la biografía de san Pablo. El Apóstol nació en Tarso de Cilicia. Hebreo de la diáspora, hablaba griego, no obstante tuviera un nombre de origen latino y gozara de la ciudadanía romana. Tal vez aprendió de su padre a tejer la lana para fabricar tiendas de campaña. Trasladado a Jerusalén con unos doce años, fue formado por el Rabino Gamaliel el Viejo en las rígidas normas del fariseísmo, mostrando un gran celo por la Ley Mosaica, lo que le llevó a perseguir a los cristianos. Su vida, sin embargo, experimentó un gran cambio camino de Damasco, llegando a ser un apóstol infatigable del Evangelio. Realizó tres viajes misioneros: el primero con Bernabé; en el segundo escogió como compañeros a Silas y Timoteo. Durante el tercero, Pablo fue arrestado en Jerusalén por los judíos a causa de un malentendido. Tras permanecer un tiempo en prisión, habiendo apelado al César, el Procurador Porcio Festo lo envió a Roma, donde pasó dos años en una casa custodiado por un soldado. Tradiciones sucesivas hablan de que Pablo fue liberado y pudo realizar desde Roma un viaje a España y otro a Oriente. Otras tradiciones señalan que fue encarcelado una segunda vez, acabando sus días martirizado. Que el ejemplo del Apóstol nos sirva de estímulo constante para nuestro compromiso eclesial.

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular, al grupo de sacerdotes y seminaristas de la Diócesis de Plasencia, acompañados por el Señor Obispo, Monseñor Amadeo Rodríguez Magro. A imitación de san Pablo, anunciad el Evangelio con generosidad y convicción, sin dejaros amedrentar por las dificultades. Que Dios os bendiga.

martes, 14 de octubre de 2008

Seminario sobre San Pablo


Somos salvos en la esperanza

Con San Pablo a Cristo


Este fuerte pasaje de san Pablo sobre la esperanza, es muy actual debido también a la crisis económica que ha sacudido a Estados Unidos y luego al mundo entero. El papa Benedicto lo ha recordado con fuerza: el dinero se difumina rápido; sólo la Palabra de Dios es sólida y permanece para siempre.

“Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros…
Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la plena filiación adoptiva, la redención de nuestro cuerpo. Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia”. (Romanos 8, 18-25).

Con los saludos y las oraciones del P. Benito Spoletini, ssp

Consigna: Se está realizando el Sínodo de Obispo sobre: “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia” (5-26 de octubre). Participamos con nuestras oraciones y sufrimientos.

jueves, 9 de octubre de 2008

La oración del Espíritu (Rom. 8, 26-27)

Más fuertes todavía que las esperanzas de la creación y del creyente son las del Espíritu. Pablo apela una vez más a nuestra experiencia cristiana. ¿Quién no conoce alguna vez horas de tristeza, de desánimo, de cansancio en el servicio de Dios? Todo se sumerge en el silencio. ¡Oh ese silencio de Dios, esa alma sin eco, esa impresión de vacío! Pero entonces es precisamente cuando “el Espíritu acude en auxilio de nuestra debilidad: nosotros no sabemos a ciencia cierta lo que debemos pedir, pero el Espíritu en persona intercede por nosotros con gemidos sin palabras” (Rom. 8, 26-27). Curiosa teología, dirían algunos. Sin embargo, una vez más, son los místicos quienes tienen la razón. El Espíritu levanta el peso de tristeza bajo la cual nos sentimos hundidos; pone en nuestros labios y en nuestro corazón su plegaria solemne ante la majestad divina; reza en nosotros haciendo rezar tal como él mismo gime: “porque nos hace gemir” (san Agustín). El Espíritu es en nosotros una fuerza de aspiración a la libertad. Su oración suplicante es un aspecto de este alumbramiento. Brota de nuestra propia miseria, a saber, de nuestras impotencias en todos los terrenos, y esta miseria nace del misterio que tiene sólo en Dios su solución oculta. En plena noche de la fe, el creyente no tiene más recurso que abandonarse a las olas profundas del Espíritu que lo recogerán, lo elevarán y lo llevarán hasta Dios, a través de “gemidos sin palabras”. Fuente primera de nuestras aspiraciones, de nuestro dolor y de nuestra esperanza, eso es ciertamente el Espíritu que posee y transfigura nuestro espíritu. Sentirse en relación con el Espíritu de Cristo, ¿no es eso la experiencia cristiana?
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Amédée Brunot
Los escritos de san Pablo
Cartas a las jóvenes comunidades
Editorial Verbo Divino

El ambiente cultural y religioso de san Pablo

Primera catequesis del nuevo ciclo sobre el apóstol de las gentes. Audiencia general del miércoles 2 de julio de 2008 de Benedicto XVI
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Queridos hermanos y hermanas:
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Hoy quisiera comenzar un nuevo ciclo de catequesis dedicado al gran apóstol san Pablo. A él, como sabéis, está consagrado este año que va desde la fiesta litúrgica de los santos Pedro y Pablo del 29 de junio de 2008 hasta la misma fiesta del año 2009. El apóstol Pablo, figura excelsa, casi inimitable, pero de todos modos estimulante, se nos presenta como un ejemplo de total entrega al Señor y a su Iglesia, así como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas. Vale la pena, por tanto, que le dediquemos un lugar particular, no sólo en nuestra veneración, sino también que nos esforcemos por comprender lo que nos puede decir también a nosotros, cristianos de hoy. En nuestro primer encuentro, consideraremos el ambiente en el que vivió y actuó. Un tema así parecería que nos remonta muy atrás, dado que tenemos que introducirnos en el mundo de hace dos mil años. Y, sin embargo, esto es verdad sólo en apariencia y parcialmente, pues podremos constatar que, desde diferentes aspectos, el contexto sociocultural de hoy no es muy diferente al de entonces.
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Un factor primario y fundamental que hay que tener presente está constituido por la relación entre el ambiente en el que nace y se desarrolla Pablo y el contexto global en el que sucesivamente se integra. Procede de una cultura sumamente precisa y circunscrita, ciertamente minoritaria, la del pueblo de Israel y de su tradición. En el mundo antiguo, y particularmente dentro del imperio romano, como nos enseñan los expertos, los judíos debían ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su porcentaje hacia mediados del siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el 3% de los habitantes de la ciudad. Sus creencias y su estilo de vida, como sucede todavía hoy, les caracterizaban claramente del ambiente circunstante. Esto podía tener dos resultados: o la ridiculización, que podría llevar a la intolerancia, o la admiración, que se expresaba en formas de simpatía, como en el caso de los "temerosos de Dios" o de los "prosélitos", paganos que se asociaban a la Sinagoga y compartían la fe en el Dios de Israel. Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una parte, el duro juicio de un orador, como Cicerón, que despreciaba su religión e incluso la ciudad de Jerusalén (cfr. Pro Flacco, 66-69), y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, recordada por Flavio Josefo como "simpatizante" de los judíos (cfr. Antigüedades judías 20,195.252; Vida 16), sin olvidar que Julio César les había reconocido oficialmente derechos particulares, que son referidos por el mencionado historiador judío Flavio Josefo (cfr ibídem, 14,200-216). Lo que es seguro es que el número de los judíos, tal y como sigue sucediendo hoy, era muy superior fuera de la tierra de Israel, es decir en la diáspora, que en el territorio que los demás llamaban Palestina.
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No sorprende, por tanto, el que el mismo Pablo sea objeto de este doble y contrastante juicio del que he hablado. Hay algo cierto: el carácter particular de la cultura y de la religión judía encontraba tranquilamente su lugar dentro de una institución que todo lo penetraba como era el Imperio Romano. Más difícil y sufrida será la posición del grupo de aquéllos, judíos o gentiles, que adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida en que se diferenciarán tanto del judaísmo como del paganismo imperante. En todo caso, dos factores favorecieron el compromiso de Pablo. El primero fue la cultura griega, o mejor helenista, que después de Alejandro Magno se había convertido en patrimonio común al menos en el Mediterráneo oriental y en Oriente Medio, aunque integrando en sí muchos elementos de las culturas de pueblos tradicionalmente considerados como bárbaros. Un escritor de la época afirma que Alejandro "ordenó que todos consideraran como patria toda la ecúmene. y que el griego y el bárbaro dejaran de matarse" (Plutarco, De Alexandri Magni fortuna aut virtute, §§ 6.8). El segundo factor fue la estructura político-administrativa del imperio romano, que garantizaba paz y estabilidad, desde Bretaña hasta el sur de Egipto, unificando un territorio de dimensiones como nunca antes se habían visto. En este espacio era posible moverse con suficiente libertad y seguridad, disfrutando entre otras cosas de un sistema extraordinario de carreteras, y encontrando en cada punto de llegada características culturales básicas que, sin ir en detrimento de los valores locales, representaban de todos modos un tejido común de unificación super partes, hasta el punto de que el filósofo judío Filón de Alejandría, contemporáneo del mismo Pablo, alaba al emperador Augusto porque "ha unido en armonía a todos los pueblos salvajes... convirtiéndose en guardián de la paz" (Legatio ad Caium, §§ 146-147).
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La visión universalista típica de la personalidad de san Pablo, al menos del Pablo cristiano que surgió tras la caída en el camino de Damasco, debe ciertamente su impulso básico a la fe en Jesucristo, en cuanto la figura del Resucitado supera todo particularismo. De hecho, para el apóstol "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3, 28). Ahora bien, la situación histórico-cultural de su tiempo y ambiente también influyó en sus opciones y compromiso. Alguien ha definido a Pablo como "hombre de tres culturas", teniendo en cuenta su origen judío, su idioma griego y su prerrogativa de "civis romanus", como lo testimonia también el nombre de origen latino.
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Hay que recordar en particular la filosofía estoica, que era dominante en el tiempo de Pablo y que influyó, si bien de manera marginal, incluso en el cristianismo. En este sentido, no podemos dejar de mencionar algunos nombres de filósofos estoicos como los iniciadores Zenón y Cleantes, y después los de los más cercanos cronológicamente a Pablo, como Séneca, Musonio y Epicteto: en ellos se encuentran valores elevadísimos de humanidad y de sabiduría, que serán acogidos naturalmente por el cristianismo. Como escribe acertadamente un experto en la materia, "la Estoa... anunció un nuevo ideal, que ciertamente imponía deberes al hombre hacia sus semejantes, pero al mismo tiempo le liberaba de todos los lazos físicos y nacionales y hacía de él un ser puramente espiritual " (M. Pohlenz, La Stoa, I, Firenze 1978, pág. 565). Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina del universo, entendido como un gran cuerpo armonioso y, por tanto, en la doctrina de la igualdad entre todos los hombres sin distinciones sociales, en la igualdad, al menos a nivel de principio, entre el hombre y la mujer, y en el ideal de la sobriedad, de la justa medida, y de ese dominio de sí mismo para evitar todo exceso. Cuando Pablo escribe a los Filipenses: "todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Filipenses 4,8), no hace más que retomar una concepción estrictamente humanista propia de la sabiduría filosófica.
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En tiempos de san Pablo tenía lugar también una crisis de la religión tradicional, al menos en sus aspectos mitológicos e incluso cívicos. Después de que Lucrecio, ya un siglo antes, sentenciara polémicamente que "la religión ha provocado tantas fechorías" (De rerum natura, 1,101), un filósofo como Séneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba que "Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti" (Cartas a Lucilio, 41,1). Del mismo modo, cuando Pablo se dirige a un auditorio de filósofos epicúreos y estoicos en el Areópago de Atenas, dice textualmente que "Dios... no habita en santuarios fabricados por manos humanas..., pues en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hechos de los Apóstoles 17,24.28). De este modo, se hace ciertamente eco de la fe judía en un Dios que no puede ser representado en términos antropomorfos, pero se pone también en una longitud de onda religiosa que sus oyentes conocían bien. Además, tenemos que tener en cuenta el hecho de que muchos de los cultos paganos prescindían de los templos oficiales de la ciudad y se desarrollaban en lugares privados que favorecían la iniciación de los adeptos. Por tanto, no sorprendía el que también las reuniones cristianas (las ekklesíai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo, tuvieran lugar en casas privadas. En aquellos momentos, por otra parte, no existía todavía ningún edificio público. Por tanto, las reuniones de los cristianos debían ser vistas por los contemporáneos como una simple variación de esta práctica religiosa más íntima. De todos modos, las diferencias entre los cultos paganos y el culto cristiano no son de poca importancia y afectan tanto a la conciencia de la identidad de los participantes como a la participación en común de hombres y mujeres, la celebración de la "cena del Señor" y la lectura de las Escrituras.
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En conclusión: de este rápido repaso del ambiente cultural del siglo I de la era cristiana queda claro que no es posible comprender adecuadamente a san Pablo sin enmarcarlo en su trasfondo, tanto judío como pagano de su tiempo. De este modo, su figura adquiere una hondura histórica e ideal, demostrando elementos compartidos y originales respecto al ambiente. Pero todo esto es igualmente válido para el cristianismo en general, del que el apóstol Pablo es un paradigma de primer plano, de quien todos tenemos todavía tanto que aprender y este es el objetivo del Año Paulino: aprender de san Pablo la fe, aprender de él quién es Cristo, aprender, en último término, el camino para una vida recta.
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[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
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Queridos hermanos y hermanas:
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En este año paulino, apenas iniciado, abrimos un ciclo de catequesis dedicadas al Apóstol san Pablo, intentando comprender la actualidad de su mensaje. Hoy nos referimos al ambiente socio-cultural de aquella época, que ofrece muchas semejanzas con la nuestra. Pablo proviene de una cultura concreta, la del pueblo de Israel y su tradición, que se distinguía netamente del ambiente circundante. Por otra parte, la difusión de la cultura helenística y la estructura político-administrativa del Imperio Romano, que representaban un tejido cultural de base común, favorecieron en gran medida su actividad. Aunque la visión universal propia de san Pablo se debe sobre todo a su fe en Cristo, el contexto cultural de su tiempo, en el que destaca la filosofía estoica, con sus altos valores de humanidad y de sabiduría, ejerció también en él un gran influjo. A pesar de que la religión tradicional estaba en crisis, especialmente en sus aspectos mitológicos y cívicos, se estaba en busca de una verdad más auténtica sobre Dios. Así, pues, la predicación paulina, con toda la profunda originalidad del mensaje cristiano, sintoniza con la sensibilidad religiosa y el trasfondo cultural de su tiempo.
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Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, al grupo de sacerdotes de la Diócesis de Tarazona, con su Obispo, Monseñor Demetrio Fernández, y a los Seminaristas de Toledo y de Terrassa. Saludo también a los peregrinos y grupos parroquiales venidos de Costa Rica, El Salvador, España, México, Uruguay, Venezuela y de otros países latinoamericanos. Que el ejemplo y la enseñanza de san Pablo os ayude a amar más a Cristo y a anunciarlo a los demás con vuestra vida y vuestra palabra. Que Dios os bendiga.
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[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]

miércoles, 8 de octubre de 2008

El himno al amor (Rom. 8, 31-39)

Una vez alcanzada la cima gloriosa, Pablo se siente embargado de admiración y llena plenamente sus pulmones con la brisa embriagadora del más allá. Canta su esperanza. Grita el amor de Dios. Desafía los obstáculos e invita a las potencias enemigas a ver si son capaces de arrancarla de ese amor. Himno desconcertante que nos ofrece la última palabra de la fe de Pablo. ¿Qué es un cristiano? ¿De qué sirve la fe? Todo está aquí. Nos sentimos invitados a ser los testigos privilegiados de una trascendencia de amor manifestada por el Padre en el Hijo con el Espíritu. Los testigos y los agraciados. “Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que él no nos lo regale todo?” (Rom. 8, 31-12).
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“¿Quién podrá privarnos de ese amor del mesías?” (Rom. 8, 35). Pablo enumera siete posibles obstáculos: las dificultades, las angustias, las persecuciones, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada. A lo largo de toda su vida, los seis primeros fueron compañeros asiduos de sus correrías misioneras. En cuanto a la espada, lo consagrará mártir de Cristo diez años más tarde, en aquella ciudad de Roma a la que dirige su manifiesto. ¡Qué reto tan admirable a todas las potencias coaligadas del universo! No hay nada que logre romper el amor. Es cierto que siempre le queda al hombre esa posibilidad trágica de rechazar el amor, pero Pablo, aquí como anteriormente (Rom. 8, 22-30), se sitúa en el punto de vista exclusivo de Dios. “Ninguna criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el mesías Jesús, señor nuestro” (Rom. 8, 39).
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De esta forma, tanto al comienzo como al final de la carta de Pablo se inscribe un nombre que pertenece a la historia: Jesús, que tiene la función de ser el mesías, el Cristo, el enviado del Padre, y que por la resurrección ha sido establecido señor nuestro. Si las tres personas divinas no dejan de ser el objeto de la experiencia cristiana vivida por san Pablo, vemos cómo Cristo resucitado es el que ilumina con el esplendor de su gloria todas las etapas de la historia de la salvación, desde la creación hasta la glorificación universal. Para Pablo, fiel al realismo de sus maestros palestinos, lo mismo que para toda la iglesia primitiva, Jesús resucitado recibió un “cuerpo espiritual”, no solamente en un sentido relacional que lo pondría en contacto con el universo, sino también en un sentido físico, en cuanto que los elementos materiales son sublimados por el Espíritu.
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La salvación no consiste solamente en el encuentro con Cristo por la fe, sino también en la transfiguración de todo lo que Dios ha creado para su gloria en el amor.
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Amédée Brunot
Los escritos de san Pablo
Cartas a las jóvenes comunidades

Editorial Verbo Divino

martes, 7 de octubre de 2008

Por el Espíritu podemos llamar “Papá” a Dios

Con San Pablo a Cristo
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“Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abbá!, es decir, ¡Padre! El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él” (Romanos 8, 14-17).
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"El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Corintios 3,17).
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“Los frutos del Espíritu son: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y dominio di sí mismo”. (Gálatas 5,22).
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“No apaguéis el fuego del Espíritu” (1Tesalonicenses 5,19). “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios” (Efesios 4,30).
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Con los saludos y oraciones del P. Benito Spoletini, ssp
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Consigna: Del 5 al 26 de octubre se reúne el Sínodo de Obispos sobre el tema: “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”. Acompañemos con la oración: el Espíritu Santo ilumine y guíe para que se llegue a líneas operativas concretas.