viernes, 21 de noviembre de 2008

“Pablo conocía a Cristo verdaderamente, con el corazón”

Catequesis del Papa sobre san Pablo del miércoles 8 de octubre de 2008.

Queridos hermanos y hermanas,

En las últimas catequesis sobre san Pablo hablé de su encuentro con Cristo resucitado, que cambió profundamente su vida, y después de su relación con los Doce apóstoles llamados por Jesús -particularmente con Santiago, Pedro y Juan- y de su relación con la Iglesia de Jerusalén. Queda ahora la cuestión de qué sabía san Pablo del Jesús terreno, de su vida, de sus enseñanzas, de su pasión. Antes de entrar en esta cuestión puede ser útil tener presente que el mismo san Pablo distingue dos maneras de conocer a Jesús y, más en general, dos maneras de conocer a una persona. Escribe en la Segunda Carta a los Corintios: “Así que en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así” (5, 16). Conocer “según la carne”, de forma carnal, quiere decir conocer sólo exteriormente, con criterios externos: se puede haber visto a una persona muchas veces, conocer sus facciones y los diversos detalles de su comportamiento: cómo habla, cómo se mueve, etc. Y sin embargo, aun conociendo a alguien de esta forma, no se le conoce realmente, no se conoce el núcleo de la persona. Sólo con el corazón se conoce verdaderamente a una persona. De hecho los fariseos, los saduceos, conocieron a Jesús externamente, escucharon su enseñanza, muchos detalles de él, pero no le conocieron en su verdad. Hay una distinción análoga en una palabra de Jesús. Después de la Transfiguración, él pregunta a los apóstoles: “¿Quién dice la gente que soy yo?” y “¿quién decís vosotros que soy yo?”. La gente le conoce, pero superficialmente; sabe muchas cosas de él, pero no le ha conocido realmente. En cambio los Doce, gracias a la amistad que llama a su causa al corazón, al menos habían entendido sustancialmente y empezaban a saber quién era Jesús. También hoy existe esta forma distinta de conocer: hay personas doctas que conocen a Jesús en muchos de sus detalles y personas sencillas que no conocen estos detalles, pero que lo conocen en su verdad: “el corazón habla al corazón”. Y Pablo quiere decir esencialmente que conoce a Jesús así, con el corazón, y que conoce así esencialmente a la persona en su verdad; y después, en un segundo momento, que conoce los detalles.

Dicho esto queda aún la cuestión: ¿qué supo san Pablo sobre la vida concreta, las palabras, la pasión, los milagros de Jesús? Parece seguro que nunca lo encontró durante su vida terrena. A través de los Apóstoles y la Iglesia naciente, conoció seguramente los detalles de la vida terrena de Jesús. En sus Cartas encontramos tres formas de referencia al Jesús pre-pascual. En primer lugar, hay referencias explícitas y directas. Pablo habla de la descendencia davídica de Jesús (cfr Rm 1,3), conoce la existencia de sus “hermanos” o consanguíneos (1 Cor 9,5; Ga 1, 19), conoce el desarrollo de la Última Cena (cfr 1 Cor 11,23), conoce otras palabras de Jesús, por ejemplo sobre la indisolubilidad del matrimonio (cfr 1 Cor 7, 10 con Mc 10, 11-12), sobre la necesidad de que quien anuncia el Evangelio sea sostenido por la comunidad en cuanto que el obrero merece su salario (cfr 1 Cor 9, 14 con Lc 10, 7); Pablo conoce las palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena (cfr 1 Cor 11, 24-25 con Lc 22, 19-20) y conoce también la cruz de Jesús. Estas son referencias directas a palabras y hechos de la vida de Jesús.

En segundo lugar, podemos entrever en algunas frases de las cartas paulinas varias alusiones a la tradición confirmada en los Evangelios Sinópticos. Por ejemplo, las palabras que leemos en la primera Carta a los Tesalonicenses, según la cual “el Día del Señor vendrá como un ladrón en la noche” (5,2), no se explicarían remitiéndonos a las profecías veterotestamentarias, porque la comparación con el ladrón nocturno sólo se encuentra en el Evangelio de Mateo y de Lucas, por tanto está tomado de la tradición sinóptica. Así, cuando leemos que Dios “ha escogido más bien lo necio del mundo” (1 Cor 1, 27-28) se nota el eco fiel de las enseñanzas de Jesús sobre los sencillos y los pobres (cfr Mt 5,3; 11, 25; 19, 30). Están también las palabras pronunciadas por Jesús en el júbilo mesiánico: “Te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños”. Pablo sabe -es su experiencia misionera- que estas palabras son ciertas, que precisamente los sencillos tienen el corazón abierto al conocimiento de Jesús. También la alusión a la obediencia de Jesús “hasta la muerte”, que se lee en Fil 2,8, no puede dejar de señalar a la total disponibilidad del Jesús terreno a cumplir la voluntad de su Padre (cfr Mc 3, 35; Jn 4, 34). Pablo por tanto conoce la pasión de Jesús, su cruz, el modo en que vivió los últimos momentos de su vida. La cruz de Jesús y la tradición sobre este hecho de la cruz está en el centro del kerygma paulino. Otro pilar de la vida de Jesús conocido por san Pablo era el Discurso de la Montaña, del que cita algunos elementos casi literalmente, cuando escribe a los Romanos: “Amaos unos a otros... Bendecid a los que os persiguen... vivid en paz con todos... Venced al mal con el bien...” Por tanto en sus cartas hay un reflejo fiel del Discurso de la Montaña (cfr Mt 5-7).

Finalmente, es posible hallar un tercer modo de presencia de las palabras de Jesús en las Cartas de Pablo: es cuando realiza una forma de transposición de la tradición pre pascual a la situación después de la Pascua. Un caso típico es el tema del Reino de Dios. Éste está seguramente en el centro de la predicación del Jesús histórico (cfr Mt 3,2; Mc 1,15; Lc 4, 43). En Pablo se revela una transposición de este tema, pues tras la resurrección es evidente que Jesús en persona, el Resucitado, es el Reino de Dios. El reino por tanto llega allí adonde llega Jesús. Y así necesariamente el tema del Reino de Dios, en que se había anticipado el misterio de Jesús, se transforma en cristología. Y sin embargo las mismas disposiciones exigidas por Jesús para entrar en el Reino de Dios valen para Pablo a propósito de la justificación por la fe: tanto la entrada en el Reino como la justificación requieren una actitud de gran humildad y disponibilidad, libre de presunciones, para acoger la gracia de Dios. Por ejemplo, la parábola del fariseo y del publicano (cfr Lc 18, 9-14) imparte una enseñanza que se encuentra tal cual en san Pablo, cuando insiste en que nadie debe gloriarse en presencia de Dios. También las frases de Jesús sobre los publicanos y las prostitutas, más dispuestos que los fariseos a acoger el Evangelio (cfr Mt 21,31; Lc 7, 36-50) y sus elecciones de compartir la mesa con ellos (cfr Mt 9, 10-13; Lc 15, 1-2) encuentran pleno seguimiento en la doctrina de Pablo sobre el amor misericordioso de Dios hacia los pecadores (cfr Rm 5, 8-10); y también Ef 2, 3-5). Así el tema del reino de Dios se propone de una forma nueva, pero siempre llena de fidelidad a la tradición del Jesús histórico.

Otro ejemplo de transformación fiel del núcleo doctrinal de Jesús se encuentra en los “títulos” referidos a él. Antes de Pascua él mismo se califica como Hijo del hombre; tras la Pascua se hace evidente que el Hijo del hombre es también el Hijo de Dios. Por tanto, el título preferido por Pablo para calificar a Jesús es Kyrios, “Señor” (cfr Fil 2, 9-11) que indica la divinidad de Jesús. El Señor Jesús, con este título, aparece en la plena luz de la resurrección. En el Monte de los Olivos, en el momento de la extrema angustia de Jesús (cfr Mc 14,36), los discípulos antes de dormirse habían oído cómo hablaba con el Padre y le llamaba “Abbà-Padre”. Es una palabra muy familiar equivalente a nuestro “papá”, usada sólo por los niños en comunión con su padre. Hasta aquel momento era impensable que un hebreo utilizase una palabra semejante para dirigirse a Dios; pero Jesús, siendo verdadero hijo, en esta hora de intimidad habla así y dice “Abbà, Padre”. En las Cartas de san Pablo a los Romanos y a los Gálatas sorprendentemente esta palabra “Abbà”, que expresa la exclusividad de la filiación de Jesús, aparece en la boca de los bautizados (cfr Rm 8,15; Ga 4,6), porque han recibido el “Espíritu del Hijo” y ahora llevan en ellos este Espíritu y pueden hablar como Jesús y con Jesús como verdaderos hijos a su Padre, pueden decir “Abbà” porque se han convertido en hijos en el Hijo.

Y finalmente quisiera señalar la dimensión salvífica de la muerte de Jesús, como la encontramos en el dicho evangélico según el cual “el Hijo del hombre no ha venido para ser servido sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45; Mt 20,28). El reflejo fiel de esta palabra de Jesús aparece en la doctrina paulina sobre la muerte de Jesús como rescate (cfr 1 Cor 6,20), como redención (cfr Rm 3,24), como liberación (cfr Ga 5,1) y como reconciliación (cfr Rm 5,10; 2 Cor 5,18-20). Aquí está el centro de la teología paulina, que se basa en esta palabra de Jesús.

En conclusión, san Pablo no pensaba en Jesús como algo histórico, como una persona del pasado. Conoce ciertamente la gran tradición sobre la vida, las palabras, la muerte y la resurrección de Jesús, pero no los trata como algo del pasado; lo propone como realidad del Jesús vivo. Las palabras y las acciones de Jesús para Pablo no pertenecen al tiempo histórico, al pasado. Jesús vive ahora y habla ahora con nosotros y vive para nosotros. Esta es la verdadera forma de conocer a Jesús y de acoger la tradición sobre él. Debemos también nosotros aprender a conocer a Jesús, no según la carne, como una persona del pasado, sino como nuestro Señor y Hermano, que hoy está con nosotros y nos muestra cómo vivir y cómo morir.

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

Aunque san Pablo sólo se encontró con Cristo resucitado en el camino de Damasco, consideramos hoy su relación con el llamado "Jesús histórico". Cuando dice en la Segunda carta a los Corintios que conoció a Cristo "según la carne" (5,16), no se refiere a que hubiera estado con él en la tierra, sino que lo había considerado con criterios humanos. Al Jesús histórico, Pablo lo conoció a través de la primera comunidad cristiana, es decir, por la mediación de la Iglesia. En los escritos paulinos hay numerosas referencias directas y explícitas de lo que él había oído sobre la figura y la predicación del Maestro, que ahora, como dice Pablo, es el "Señor". Además, hay también otras alusiones claras a enseñanzas de Jesús transmitidas por los Evangelios sinópticos, así como temas que remiten a la predicación de Jesús, cambiando a veces el contexto para aplicarlos a quienes, sin haber conocido al Jesús terreno, reconocen al Señor resucitado como nuestro Redentor y Salvador. Más que contar muchas cosas de Jesús como alguien del pasado, Pablo las presupone, y proclama que él es para cada uno, ahora y siempre, la vida de nuestra vida. Este es su magnífico mensaje para nosotros.

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, y a los grupos de Argentina, Ecuador, España, México y otros Países latinoamericanos. Os invito, con san Pablo, a tener los sentimientos de una vida en Cristo. Muchas gracias.

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[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]

jueves, 20 de noviembre de 2008

San Pablo, ¿apóstol de la globalización?

Hablar de globalización es permanente, reiterado, a veces, insoportable. El mundo entero ha sido integrado en la filosofía del Mercado, aunque cada vez son más los excluidos. La Historia ha terminado según la concepción de Fukuyama, porque se ha llegado al punto máximo de la evolución, el imperio del capitalismo, del que supuestamente va a derramarse hacia abajo algo de todo lo acumulado. Parecería que por voluntad política y sobre todo económica de los países desarrollados, el tiempo dejara de fluir y el hombre, cuya vida es tiempo, estuviera imposibilitado de intentar otros proyectos, de hacer Historia y participar en la construcción del Reino, de ser sujetos de la historia. En estos días, los medios nos van mostrando el fracaso del sistema.

San Pablo, siempre vigente y actual, nos ofrece motivos de reflexión y nos mueve a la acción.

La globalización puede ser no sólo económica. Y Pablo es un claro ejemplo de globalización evangélica porque su actividad misionera se desarrolló dentro de los límites del imperio romano, todo el mundo conocido en la época. Su orientación va de Oriente a Occidente, pasando por Antioquía, Asia Menor, Grecia, hasta llegar a la misma Roma (capital del imperio).

Pablo, judío de formación farisea, nacido en ciudad griega y ciudadano romano, “un hombre privilegiado” al decir de Romano Guardini. Convertido al cristianismo, siente el llamado a evangelizar a todo el universo conocido, si bien el llamado a la universalidad proviene de Dios mismo y él sabe captarlo.

Sale a predicar y va cambiando el contenido de su predicación según las características y necesidades de sus receptores. La Teología se elabora a partir de la Pastoral, en un trabajo de inculturación o encarnación, para ser más exactos.

Centraliza su mensaje en pequeñas comunidades para que desde allí se difunda.

De gran preparación y convicción firme, es viajero y comunicador, adaptando el mensaje a sus receptores. Trabaja en colaboración con hombres y mujeres que fundan comunidades o son enviados. Así surgen diferentes vocaciones según los carismas recibidos.

La tarea es muy grande y extensa. Pablo es como un obispo itinerante con gran autoridad pero sin poder jerárquico (Hech. 13, 13).

Tiene que luchar contra los judíos que no aceptan la Resurrección ni la idea de una salvación universal. Ante su rechazo, dirige su predicación a los paganos. Se va formando una Iglesia heterodoxa, sin temor a las diferencias, buscando “la unidad en la diversidad” (Rom. 12, 4-5).

Los laicos van generando la Iglesia al cumplir el envío y trabajar por el Señor.

Hacen presente el Evangelio en el mundo, mediante la coherencia entre lo que predican y lo que viven (Hech. 2, 44; 4, 32). Se respetan y complementan los carismas y ministerios.

El cristiano vive lo que anuncia y anuncia lo que vive. Se percibe la alegría, la oración, la sencillez, la fraternidad, reflejo de la Unidad y del Amor de Dios. Es signo de credibilidad para los otros, mostrando que en la Iglesia también se cumplen las Escrituras y la esperanza de un mundo nuevo.

Pablo es un precursor del Ecumenismo (la tierra habitada).

Su llamado a una sola fe y a un solo Dios (Ef. 4, 4-6) parece hoy más vigente que nunca, llevando la idea de la globalización al mundo de la fe y de la esperanza en un universo (¿pluriverso?) mejor para todos. Un solo mundo con un solo Padre, donde no haya más judíos ni griegos, ni ricos ni pobres, ni hombres ni mujeres, sino una sola humanidad que transparente la Unidad de Dios. Un desafío para acelerar el Reino con nuestra acción, compromiso y oración: Trabajar por la unidad de un solo rebaño y un solo Pastor, para que todos seamos uno como Cristo y el Padre lo son (Jn. 17, 11. 22).

Dora Giannoni
2008. Año de San Pablo.

¿Qué nos dice san Pablo sobre la alegría, la felicidad?

Ante la pregunta del título nos surge espontáneamente en nuestro interior: ¿Pablo era feliz? Entendiendo por felicidad, el estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien, la satisfacción, estar contento, alegre. Y recordamos entonces las palabras de Pablo a los tesalonicenses: “Estén siempre alegres, oren sin cesar y den gracias a Dios en toda ocasión; esta es, por voluntad de Dios, su vocación de cristianos” (1 Tes 5, 16- 18).

Y esto es lo que Pablo nos enseña, el cristianismo está caracterizado por la alegría cuya fuente es la gracia. Así el cristiano es una persona que está “en Cristo”, es el corazón de la espiritualidad paulina la unión con Cristo, estar unidos personalmente con Cristo resucitado. Descubrimos entonces que una característica de la Carta a los Filipenses es la alegría: “Alégrense en el Señor” (Flp 3,1), la fuente de ésta alegría es Jesús, por eso la carta insiste diciendo:

“Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca” (Flp 4,4-5).

La razón de esta alegría es la presencia de Jesús entre nosotros, así se puede sostener la lucha cotidiana contra la adversidad exterior y las inquietudes interiores, porque “el Señor está cerca”. Nuestra seguridad es que Cristo nos concede su paz, que conserva nuestros corazones y nuestras mentes en Cristo Jesús. Porque la alegría y la felicidad es una experiencia profunda que el hombre hace de Dios en Jesús.

La vida cristiana es una vida de libertad vivida con alegría, porque con la venida de Cristo la ley ha sido superada por la gracia. Entre los frutos del Espíritu encontramos la alegría en Gálatas. Vemos que está en segundo lugar, como una de las tres virtudes de la vida interior, luego de la caridad y la paz.

Pablo nos enseña a aceptar las dificultades de la vida como una realidad que contribuye al progreso espiritual del cristiano. Aunque prisionero, cuando escribe la Carta a los Filipenses y con todo lo que le ha sucedido, Pablo puede todavía alegrarse en el Señor. Llegando al final de la carta nos dice: “Mientras tanto, hermanos míos, alégrense en el Señor” (Flp 3,1) y después dice el motivo de esa alegría en el Señor: “Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo” (Flp 3,20).

La espera de la venida del Señor Jesús y la transformación de nuestro cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo es para los cristianos un motivo para mantenernos llenos de esperanza y alegría. Así, el mensaje de la Carta a los Filipenses puede sintetizarse en este núcleo central: estén alegres, y nos invita a vivir una gran alegría.

Hna María de la Paz Carbonari
Discípula del Divino Maestro

paz.carbonari@gmail.com

lunes, 17 de noviembre de 2008

San Pablo estaba en comunión con el resto de los Apóstoles

Catequesis del Papa sobre san Pablo del miércoles 24 de septiembre de 2008.

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera hablar sobre la relación entre san Pablo y los Apóstoles que lo habían precedido en el seguimiento de Jesús. Estas relaciones estuvieron siempre marcadas por un profundo respeto y por la franqueza que en Pablo derivaba de la defensa de la verdad del Evangelio. Aunque él era prácticamente contemporáneo de Jesús de Nazaret, nunca tuvo la oportunidad de encontrarle, durante su vida pública. Por esto, tras el deslumbramiento en el camino de Damasco, advirtió la necesidad de consultar a los primeros discípulos del Maestro, que él había elegido para que llevaran el Evangelio hasta el confín del mundo.

En la Carta a los Gálatas, Pablo desarrolla un importante informe sobre los contactos mantenidos con algunos de los Doce: ante todo con Pedro, que había sido elegido como Kephas, palabra aramea que significa roca, sobre la que se estaba edificando la Iglesia (cfr Gal 1,18), con Santiago, "el hermano del Señor" (cfr Gal 1,19), y con Juan (cfr Gal 2,9): Pablo no duda en reconocerles como las "columnas" de la Iglesia. Particularmente significativo es el encuentro con Cefas (Pedro), que tuvo lugar en Jerusalén: Pablo se quedó con él 15 días para "consultarle" (cfr Gal 1,19), es decir, para informarse sobre la vida terrena del Resucitado, que le había "atrapado" en el camino de Damasco y le estaba cambiando la existencia de modo radical: de perseguidor hacia la Iglesia de Dios había legado a ser evangelizador de que la fe en el Mesías crucificado e Hijo de Dios, que en el pasado habían intentado destruir (cfr Gal 1,23).

¿Qué tipo de información obtuvo Pablo sobre Jesús en los tres años sucesivos al encuentro de Damasco? En la primera Carta a los Corintios podemos encontrar dos pasajes, que Pablo había conocido en Jerusalén, y que ya habían sido formulados como elementos centrales de la tradición cristiana, tradición constitutiva. Él los transmite verbalmente, tal y como los ha recibido, con una fórmula muy solemne: "Os transmito cuanto he recibido". Insiste, por tanto, en la fidelidad a cuanto él mismo ha recibido y fielmente transmite a los nuevos cristianos. Son elementos constitutivos y conciernen a la Eucaristía y a la Resurrección; se trata de textos ya formulados en los años treinta. Llegamos así a la muerte, sepultura en el seno de la tierra y a la resurrección de Jesús. (cfr 1 Cor 15,3-4). Tomemos uno y otro: las palabras de Jesús en la Última Cena (cfr 1 Cor 11,23-25) son realmente para Pablo centro de la vida de la Iglesia: la Iglesia se edifica a partir de este centro, siendo así ella misma. Además de este centro eucarístico, del que vuelve a nacer siempre la Iglesia -también para toda la teología de Pablo, para todo su pensamiento- estas palabras tienen un notable impacto sobre la relación personal de Pablo con Jesús. Por una parte atestiguan que la Eucaristía ilumina la maldición de la cruz, convirtiéndola en bendición (Gal 3,13-14), y por otra, explican el alcance de la misma muerte y resurrección de Jesús. En sus Carta el "por vosotros" de la institución se convierte en el "por mí" (Gal 2,20), personalizando, sabiendo que en ese "vosotros" él mismo era conocido y amado por Jesús y por otra parte "por todos" (2 Cor 5,14): este "por vosotros" se convierte en "por mí" y "por la Iglesia" (Ef 5, 25), es decir, también "por todos" del sacrificio expiatorio de la cruz (cfr Rm 3,25). Por y en la Eucaristía, la Iglesia se edifica y se reconoce como "Cuerpo de Cristo" (1 Cor 12,27), alimentado cada día por la fuerza del Espíritu del Resucitado.

El otro texto, sobre la Resurrección, nos transmite de nuevo la misma fórmula de fidelidad. San Pablo escribe: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce" (1 Cor 15,3-5). También en esta tradición transmitida a Pablo vuelve a mencionar la expresión "por nuestros pecados", que subraya el don que Jesús ha hecho de sí mismo al Padre, para liberarnos del pecado y de la muerte. De este don de sí mismo, Pablo saca las expresiones más conmovedoras y fascinantes de nuestra relación con Cristo: "A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Cor 5,21); "Conocéis la generosidad de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8,9). Vale la pena recordar el comentario con el que el entonces monje agustino, Martín Lutero, acompañaba estas expresiones paradójicas de Pablo: "Éste es el grandioso misterio de la gracia divina hacia los pecadores: por un admirable intercambio nuestros pecados ya no son nuestros, sino de Cristo, y la justicia de Cristo ya no es de Cristo, sino nuestra" (Comentario a los Salmos del 1513-1515). Y así hemos sido salvados.

En el kerygma original (anuncio), transmitido de boca a boca, merece señalarse el uso del verbo "ha resucitado", en lugar del "resucitó" que habría sido más lógico utilizar, en continuidad con el "murió" y "fue sepultado". La forma verbal "ha resucitado" se ha elegido para subrayar que la resurrección de Cristo incide hasta el presente de la existencia de los creyentes: podemos traducirlo por "ha resucitado y sigue vivo" en la Eucaristía y en la Iglesia. Así todas las Escrituras dan testimonio de la muerte y resurrección de Cristo, porque --como escribió Hugo de San Víctor-- "toda la divina Escritura constituye un único libro, y este libro es Cristo, porque toda la escritura habla de Cristo y encuentra en Cristo su cumplimiento" (De arca Noe, 2,8). Si san Ambrosio de Milán puede decir que "en la Escritura leemos a Cristo", es porque la Iglesia de los orígenes ha releído todas las Escrituras de Israel partiendo y volviendo a Cristo.

La enumeración de las apariciones del Resucitado a Cefas, a los Doce, a más de quinientos hermanos, y a Santiago se cierra con la referencia a la aparición personal, recibida por Pablo en el camino de Damasco: "Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo" (1 Cor 15,8). Debido a que él ha perseguido a la Iglesia de Dios, en esta confesión expresa su indignidad de ser considerado apóstol, al mismo nivel que aquellos que le han precedido: pero la gracia de Dios no ha sido vana en él (1 Cor 15,10). Por tanto, la afirmación prepotente de la gracia divina une a Pablo con los primeros testigos de la resurrección de Cristo: "Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído" (1 Cor 015,11). Es importante la identidad y la unicidad del anuncio del Evangelio: tanto ellos como yo predicamos la misma fe, el mismo Evangelio de Jesucristo muerto y resucitado que se entrega en la Santísima Eucaristía.

La importancia que él confiere a la Tradición viva de la Iglesia, que transmite a sus comunidades, demuestra cuán equivocada está la visión de quienes atribuyen a Pablo el invento del cristianismo: antes de proclamar el evangelio de Jesucristo, le encontró en el camino de Damasco y le conoció en la Iglesia, observando su vida en los Doce y en aquéllos que le habían seguido por los caminos de Galilea. En las próximas catequesis tendremos la oportunidad de profundizar en las contribuciones que Pablo ha dado a la Iglesia de los orígenes; pero la misión recibida por parte del Resucitado en orden a la evangelización de los gentiles necesita ser confirmada y garantizada por aquéllos que le dieron a él y a Bernabé la mano derecha, en signo de aprobación de su apostolado y de su evangelización, y de acogida en la única comunión de la Iglesia de Cristo (cfr Gal 2,9). Se comprende entonces que la expresión "Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así" (2 Cor 5,16) no significa que su existencia terrena tenga una escasa relevancia para nuestra maduración en la fe, sino que desde el momento de la Resurrección, cambia nuestra forma de relacionarnos con él. Él es, al mismo tiempo, el hijo de Dios, "nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos", como recordará Pablo al principio de la Carta a los Romanos (1, 3-4).

Cuanto más intentamos seguir las huellas de Jesús de Nazaret por los caminos de Galilea, tanto más podemos comprender que él ha tomado a cargo nuestra humanidad, compartiéndola en todo excepto en el pecado. Nuestra fe no nace de un mito, ni de una idea, sino del encuentro con el Resucitado, en la vida de la Iglesia.

[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

San Pablo, aunque fue contemporáneo de Jesús, no lo conoció durante su ministerio público. Por eso sintió la necesidad de consultar a los primeros discípulos, elegidos por el Maestro para llevar el Evangelio hasta los confines del mundo. El mismo Pablo habla de su encuentro con Santiago, Juan y, sobre todo con Pedro, para que le informaran sobre la vida terrena del Resucitado (cfr. Ga 1,19), que a él lo había "atrapado" en el camino de Damasco. Así, su tarea como Apóstol de los gentiles se confirmaba y garantizaba por los que, antes de él, habían seguido a Jesús por los caminos de Galilea. Del contenido de estas informaciones destacan las palabras en la Última Cena, con la institución de la Eucaristía, que iluminan el misterio de la cruz, que de maldición se convierte en bendición y en sacrificio de salvación "por todos", en el que la Iglesia se edifica y reconoce como "Cuerpo de Cristo". También adquiere un especial sentido la resurrección del Señor, que no sólo "fue" resucitado, sino que sigue viviendo en la Eucaristía y en la Iglesia. Así, pues, nuestra fe no nace de un mito o una idea, sino del encuentro con Cristo resucitado y vivo en la vida de la Iglesia.

Saludo a los peregrinos y visitantes de España y Latinoamérica, en particular a los sacerdotes de San Juan de Puerto Rico, con el Cardenal Luis Aponte y el Arzobispo Metropolitano Roberto González, así como a los alumnos del Colegio Sacerdotal Argentino, en Roma, a los venidos de Paraná, con su Arzobispo, Mons. Mario Maulión y a los demás grupos de Puerto Rico, México, Panamá, El Salvador, Venezuela, Argentina y otros Países latinoamericanos. Muchas gracias por vuestra visita.


[Traducción del italiano por Inma Álvarez]

Encuentro - Taller


martes, 11 de noviembre de 2008

Benedicto XVI presenta a san Pablo como apóstol

Catequesis del Papa sobre san Pablo del miércoles 10 de septiembre de 2008.
Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hablé del gran cambio que se produjo en la vida de san Pablo tras su encuentro con Cristo crucificado. Jesús entró en su vida y lo transformó de perseguidor en apóstol. Este encuentro marcó el inicio de su misión: Pablo no podía continuar viviendo como antes, ahora se sentía investido por el Señor del encargo de anunciar su Evangelio en calidad de apóstol. Es precisamente de esta su nueva condición de vida, es decir, de ser apóstol de Cristo, que quisiera hablar hoy. Nosotros normalmente, siguiendo a los Evangelios, identificamos a los Doce con el título de apóstoles, para indicar a aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las enseñanzas de Jesús. Pero también Pablo se siente verdadero apóstol y parece claro, por tanto, que el concepto paulino de apostolado no se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, Pablo sabe distinguir su propio caso del de aquellos "que habían sido apóstoles anteriores" a él (Gálatas 1, 17): a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia. Sin embargo, como todos saben, también san Pablo se interpreta a sí mismo como apóstol en sentido estricto. Es cierto que, en el tiempo de los orígenes cristianos, nadie recorrió tantos kilómetros como él, por tierra y por mar, con el único objetivo de anunciar el Evangelio.


Por tanto, él tenía un concepto de apostolado que iba más allá del relacionado sólo con el grupo de los Doce y transmitido sobre todo por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (Cfr. Hch 1,2.26;6,2). De hecho, en la primera carta a los Corintios Pablo hace una clara distinción entre "los Doce" y "todos los apóstoles", mencionados como dos grupos distintos de beneficiarios de las apariciones del Resucitado (cfr 1Cor 15, 5.7). En este mismo texto él pasa a llamarse a sí mismo humildemente como "el último de los apóstoles", comparándose incluso con un aborto y afirmando textualmente: "indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo" (1 Cor 15, 9-10). La metáfora del aborto expresa una humildad extrema; se la vuelve a encontrar también en la Carta a los Romanos de san Ignacio de Antioquía: "Soy el último de todos, soy un aborto; pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios" (9,2). Lo que el obispo de Antioquía dirá en relación a su martirio inminente, previendo que éste daría la vuelta a su condición de indignidad, san Pablo lo dice en relación a su propio trabajo apostólico: es en él donde se manifiesta la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe transformar un hombre malogrado en un apóstol espléndido. De perseguidor a fundador de Iglesias: ¡esto ha hecho Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico, habría podido considerarse un deshecho!

¿Qué es, por tanto, según la concepción de san Pablo, lo que hace apóstoles de él y de los demás? En sus cartas aparecen tres características principales que constituyen al apóstol. La primera es "haber visto al Señor" (cfr 1 Cor 9,1), es decir, haber tenido con él un encuentro determinante para la propia vida. Análogamente, en la Carta a los Gálatas (cfr 1, 15-16), dirá que ha sido llamado, casi seleccionado, por gracia de Dios con la revelación de su Hijo de cara al anuncio a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye el apostolado, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo, sino que lo hace el Señor; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. No es casualidad que Pablo dice ser "apóstol por vocación" (Rm 1,1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre" (Gal 1,1). Esta es la característica: haber visto al Señor, haber sido llamado por él.

La segunda característica es la de "haber sido enviado". El mismo término griego apóstolos significa precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje; debe actuar por tanto como encargado y representante de un mandante. Por eso Pablo se define "apóstol de Jesucristo" (1 Cor 1,1; 2 Cor 1,1), o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse "siervo de Jesucristo" (Rm 1,1). Una vez más sale a primer plano la idea de una iniciativa de otro, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo subraya el hecho de que se ha recibido una misión de parte de él que hay que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal.

El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio", con la consiguiente fundación de iglesias. El de "apóstol", por tanto, no es y no puede ser un título honorífico, sino que empeña concretamente y también dramáticamente toda la existencia del sujeto interesado. En la primera carta a los Corintios, Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor? (9,1). Análogamente, en la segunda carta a los Corintios, afirma: "Vosotros sois nuestra carta..., sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo" (3,2-3).

No nos sorprende, por tanto, si el Crisóstomo habla de Pablo como de "un alma de diamante" (Panegíricos, 1,8), y sigue diciendo: "Del mismo modo que el fuego, aplicándose a materiales distintos, se refuerza aún más..., así la palabra de Pablo ganaba a su causa a todos aquellos con los que entraba en relación, y aquellos que le hacían la guerra, atrapados por sus discursos, se convertían en alimento para este fuego espiritual" (ibid., 7,11). Esto explica por qué Pablo define a los apóstoles como "colaboradores de Dios" (1 Cor 3,9; 2 Cor 6,1), cuya gracia actúa
en ellos. Un elemento típico del verdadero apóstol, sacado a la luz por san Pablo, es una especie de identificación entre Evangelio y evangelizador, ambos destinados a la misma suerte. Nadie como Pablo, de hecho, ha puesto en evidencia cómo el anuncio de la cruz aparece como "escándalo y necedad (1 Cor 1,23), al que muchos reaccionan con incomprensión y rechazo. Esto sucedía en aquel tiempo, y no debe extrañarnos que suceda también hoy. En este destino, de aparecer como "escándalo y necedad", participa también el apóstol y Pablo lo sabe: es la experiencia de su vida. A los Corintios les escribe, no sin una vena irónica: "Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros, mas vosotros, fuertes. Vosotros, llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el deshecho de todos" (1 Cor 4,9-13). Es un autorretrato de la vida apostólica de san Pablo: en todos estos sufrimientos prevalece la alegría de ser portador de la bendición de Dios y de la gracia del Evangelio.

Pablo, por otro lado, comparte con la filosofía estoica de su tiempo una tenaz constancia en todas las dificultades que se le presentan: pero él supera la perspectiva meramente humanística, reclamando el componente del amor de Dios y de Cristo: "¿Quien nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquél que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8,35-39). Esta es la certeza, la alegría profunda que guía al apóstol Pablo en todas estas vicisitudes: nada puede separarnos del amor de Dios. Y este amor es la verdadera riqueza de la vida humana.

Como se ve, san Pablo se había entregado al Evangelio con toda su existencia; ¡podríamos decir las veinticuatro horas! Y cumplía su ministerio con fidelidad y con alegría, "para salvar a toda costa a alguno" (1 Cor 9,22). Y respecto a las Iglesias, incluso sabiendo que tenía con ellas una relación de paternidad (cfr 1 Cor 4,15), incluso de maternidad (cfr Gal 4,19), se ponía en actitud de completo servicio, declarando admirablemente: "No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo" (2 Cor 1,24). Ésta es la misión de todos los apóstoles de Cristo en todos los tiempos: ser colaboradores de la verdadera alegría.

[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

La tradición ha denominado a san Pablo como "el Apóstol" por excelencia. También él en sus cartas se dio a sí mismo este título. Ahora bien, Pablo distinguió entre los apóstoles que le precedieron y su propio caso. Su concepto de apostolado, por tanto, no quedó restringido al grupo de los Doce Apóstoles. ¿Qué es lo que, según san Pablo, permitió a otros y a él llamarse apóstoles? Ante todo, haber visto al Señor. Se debió dar un encuentro determinante con Jesucristo, lo cual quiere decir que el apostolado es un don, no una presunción. En segundo lugar, el apóstol es un enviado, el portador de un mensaje. Por este motivo, san Pablo se define como "apóstol de Jesucristo". El tercer requisito es anunciar el Evangelio, con la consiguiente fundación de Iglesias. El apostolado no es un privilegio, sino un encargo que compromete la entera existencia del que lo desempeña. Hay una especie de identificación entre el Evangelio y el evangelizador. Ambos corren la misma suerte. Es la fuerza de los hechos lo que revela la identidad del apóstol. Esto se verificó magníficamente en san Pablo, que dedicó a su misión apostólica toda su energía, cumpliendo su ministerio con fidelidad y alegría. Buscó en todo momento, como afirma en su primera carta a los Corintios, hacerse "todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (9,22). Que este formidable ejemplo nos sirva siempre de provecho y estímulo.

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular, a los "Pueri cantores" de la Escolanía de la Catedral de Burgos, a los Amigos del Hogar de Minusválidos, de La Guardia, a los fieles de la Parroquia de Santa María de Mataró y a los miembros del Colegio San Francisco de Asís, de Santiago de Chile. Que Dios os bendiga.

[Traducción realizada por Inmaculada Álvarez]